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La passion de Jeanne d’Arc
Año: 1928
País:
Francia
Director:
Carl Theodor Dreyer
El rostro humano como abismo en el que
perderte.
Suelo decir que a unos les gustan
las pelis y a otros, el Cine como arte. Yo soy afortunada y disfruto de las
dos cosas, pero entiendo que haya gente a quien el cine mudo no le diga nada.
Porque esto es Arte, con mayúsculas,
pura estética, hondura y drama que tienes que captar con paciencia. Y eso no le
va a todo el mundo.
Aquí lo importante no es lo que te
cuenta sino cómo te lo cuenta. La historia es archisabida. A Juana, que luchó vestida
de hombre en los ejércitos franceses, la capturan y la llevan a Ruán, dominado
por los ingleses. La someten a juicio eclesiástico como hereje y al final acaba
quemada en la hoguera.
A lo largo de una hora y pico, ves a una
joven simple y analfabeta interrogada por hombres duros, que la engañan, la
presionan, la amenazan con torturas, se burlan de ella y, al final, la queman
en la hoguera.
Como toda obra de arte, puede provocarte
lecturas cercanas a tus circunstancias y preocupaciones personales, aunque no
fueran las que el autor tenía en mente cuando la creó. Por eso son imperecederas,
porque cada generación encuentra, en la misma obra, cosas diferentes.
Es muy fácil hacer una interpretación feminista:
una mujer asaltada, abrumada, violentada y asesinada por el patriarcado.
O como una colisión de fanatismos: el
delirio individual de una pobre enferma que oye voces, y el institucionalizado
de quienes afirman la existencia del demonio como fuente de todo aquello que
quieren reprimir.
Sea como sea, te lo cuenta con
primerísimos planos que son, simplemente alucinantes. Cada uno de ellos valdría
como una fotografía impresionante. No es una película dinámica, sino estática,
de imagen tras imagen profunda, emocional.
La fotografía en blanco y negro se
benefició de un tipo de película llamada pancromática,
que captaba todas las longitudes de onda, todos los matices del gris, y por eso
captaba a la perfección los rostros sin maquillar de sus actores. La pureza del
rostro de María Falconetti (o Renée
Jeanne Falconetti, como a veces se llamó a esta actriz) contrasta con los
rostros deformes, con sus granos, sus arrugas, sus ojos perdidos en cuencas, de
sus inquisidores.
Dreyer montó todo un decorado bien caro
para la época. Pero no era para sacarlo en la película, sino para que los
actores se sintieran rodeados de un entorno propio del siglo XV. Lo importante
no es ese montaje, sino las personas.
Y luego están los encuadres, que en más
de un momento recuerdan al expresionismo
alemán (tanto cinematográfico como de las artes plásticas) de la época. Dreyer usa
una y otra vez el contrapicado
(tomas desde abajo) para enfatizar la perspectiva de la joven presionada por todos
esos hombres que la rodean.
La historia de la película tiene su
miga. Muchos nacionalistas franceses (oh, sí, el nacionalismo, esa ideología
venenosa que destruye el entendimiento humano y la más elemental racionalidad)
dudaba de que Dreyer, danés y no católico, pudiera tratar bien a su heroína
nacional. Hubo protestas, como la del arzobispo de París, que logró que la
censura hiciera cortes. En Reino Unido directamente se prohibió, porque los
soldados ingleses en la película se burlaban de Juana y parodiaban la pasión de
Cristo en una escena que les debió parecer muy fuerte porque, claro, los soldados
británicos nunca han abusado de sus víctimas, y menos en la Edad Media
(sarcasmo).
Lo siento, tíos, si hay cosas que hieren
vuestro nacionalismo, igual lo que está mal no es la obra de arte que os ofende,
sino vuestra ideología caduca, decimonónica e intrínsecamente perversa.
Sufrió la quema tanto del negativo
original como del segundo montaje que hizo Dreyer a base de descartes.
Sin embargo, en los años ochenta, se
produjo el milagro. En una institución psiquiátrica noruega apareció una copia
del original de Dreyer, que es la que ahora puede verse, incluso por internet.
Lo mejor es ver esta película sin
ninguna de las músicas que a lo largo de los años le han puesto. Muda, en silencio,
con un ambiente monacal, centrada tu mirada sólo en ese puro blanco y negro de
los rostros, dejándote impregnar de puro arte plástico. Casi como si estuvieras
viendo fotos hiperrealistas de Nicholas
Nixon (visité una exposición suya este septiembre pasado en la fundación
Mapfre de Madrid y me dejó totalmente noqueada).
Es también una película de esas de “cine
judicial” que es un subgénero por derecho propio. El guion se basó en las actas
auténticas del proceso. Pero, en mi opinión, como el interrogatorio hay que seguirlo
con los intertítulos, queda muy
mermado. El cine mudo era un cine de imágenes, no de palabras.
Si te gusta el Cine, si te gusta el
Arte, esta película es para ti. Si sólo quieres ver pelis que te entretengan,
pues no, te parecerá un pestiño aburrido.
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