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viernes, 9 de octubre de 2020

#28 Historias

 



 

ἱστορίαι - historíai

Autor: Heródoto

Año: hacia 430 a. C.

Género: ensayo

 

 

 

Lugar común: el padre de la Historia y tal

  

La publicación que Heródoto de Halicarnaso va a presentar de su historia se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres, ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos como de los bárbaros. Con este objeto refiere una infinidad de sucesos varios e interesantes, y expone con esmero las causas y motivos de las guerras que se hicieron mutuamente los unos a los otros.

 

Así empiezan Los nueve libros de la Historia, en la traducción que tengo yo de Biblioteca Edaf, con traducción de P. Bartolomé Pou. Con este proemio, que no se sabe en realidad es obra de Heródoto u otro, explicaba su objetivo: explicar el origen de las guerras médicas.

 Se considera la primera aproximación «científica» a la historia. Heródoto recopila materiales diversos: sus fuentes van desde su propia experiencia hasta la lectura de poetas o epigrafía que traduce a su manera. Pone cierto orden para hacer un relato coherente e intenta enfrentarse a ello de forma crítica.

 A veces expresa sus dudas sobre si lo que le han contado es cierto o no. Lo advierte para que el lector esté prevenido. Así, en el Libro VII, CLII dice lo siguiente:


 Por lo que a mi toca, miro como un deber referir lo que se dice pero no de creerlo todo: y quiero que en esta mi prevención valga en toda mi historia

 

Cicerón, escritor de la república romana, llamó a Heródoto «padre de la Historia» y con el mote se ha quedado. Ahora creo que se le tiene menos aprecio como historiógrafo y más como parte de la literatura.

 La división en nueve libros, uno dedicado a cada una de las musas, parece que no es del autor, sino posterior. Tampoco se sabe si tenía pensado que el libro acabara así o si seguía algo más y simplemente se perdió o no lo acabó. Con lo que hay, no obstante, basta y sobra para entender un poco lo que era aquella época y cómo lo veía.

 Su forma de contar las cosas está llena de apartes, digresiones, y lo ameniza con historietas como la de Candaules y Giges, por ejemplo, aquella del rey que mostró a uno de sus ministros lo hermosa que era su mujer desnuda... sí, no puede acabar bien.

 Es conocido que el Libro II lo dedica a Egipto. La verdad es que sobrecoge pensar que cuando Heródoto vio las pirámides ya tenían 2.500 años de antigüedad; fijaos bien, Heródoto dista dista de nosotros los mismos 25 siglos que de ellas.

 Reconozco que ese Libro II es de la parte que más me aburrió del libro, como todo lo que cuenta sobre tribus escitas en el Libro IV. 

 Pero los últimos cuatro libros, dedicados a las guerras médicas, y en particular el VII; me parecieron como una novela de esas que te agarra por el cogote y no te deja. Lo leí por vez primera en 2001, en un solo volumen y sin apenas notas, luego ya me compré la edición de la Biblioteca Gredos, cinco libros y lleno de notas, con mapas y más material que te ayudan a entenderlo mejor pero ralentizan lo que es la lectura por mero placer lector.

 Se me quedó en la memoria, sobre todo, el personaje de Jerjes (519-465 a. C.), rey de Persia desde el 485 a. C. Y digo personaje porque me quedo más con la impresión de una creación literaria que de un monarca histórico que realmente fuera así.

 Un tipo enajenado en su propio delirio, de opinión cambiante, que se entromete en hacer la guerra sin un plan del todo claro, en lugar de dejar la estrategia y la táctica de la guerra a los profesionales.

 ¿Exagero? En el Libro VII lo vemos enamorarse de un plátano, el árbol Platanus orientalis, supongo, no la fruta y va y le regala un collar de oro y hasta le pone guardaespaldas (XXXI). En un momento dado, se cabrea con el mar y ordena que le den trescientos latigazos al Helesponto y que se arrojen unos grilletes al fondo (XXXV). Más tarde, se emociona tanto al ver su ejército cubrir las playas y los campos y el Helesponto lleno de naves, que llega hasta las lágrimas (XLV).

 ¿Es o no es un tipo que llama, a su modo totalmente chalado como una cabra?

 (Vale, luego te lees los comentarios y te cuentan que si es una malinterpretación de Heródoto, que si son actos simbólicos y tal, pero no me digáis que no queda fetén como creación literaria).

 Considero que es un libro que merece la pena leer, aún hoy, si eres un lector normal, como yo, aunque no seas historiador. Con prevenciones, eso sí.

 En 2001 lo valoré con tres estrellas, por esa irregularidad entre partes que se me hicieron bola y otras que me apasionaron.

 Creo que para disfrutarlo, tienen que concurrir una serie de circunstancias

La primera, asume que van a ser cientos y cientos de páginas y que te llevará mucho tiempo. 

Segundo, tiene que gustarte la historia, en particular que te interese la Grecia del siglo V a. C. 

Y, en tercer y último lugar, conviene que tengas conocimientos previos sobre cómo fueron las guerras médicas y un poco la geografía de la época, al menos saber dónde estaba Grecia y dónde Persia, y ciudades como Sardes o Tebas, no solo Esparta o Atenas.

 Creo que lo que más recuerdo, aparte del delirante Jerjes, es la feliz expresión «la independencia del hombre libre» (Libro VII, CXXXV):


 Hecho a servir como criado, no has probado jamás hasta ahora si es o no dulce la independencia de un hombre libre; si la hubieses alguna vez probado, seguros estamos que no sólo nos aconsejaríais que la mantuviéramos a punta de lanza, sino a golpe de segur ofreciendo el cuello al acero.

 

Por decir algo del autor, os cuento que Heródoto (Ἡρόδοτος, Hēródotos) vivió, aproximadamente, entre los años 484 y 425 a. C. Nació en Halicarnaso, es decir, dentro del imperio persa, debió ser de buena familia y viajó bastante. La lengua en la que escribió fu dialecto jonio.

 Este libro ha inspirado a otros artistas a lo largo de la historia. No puedo dejar de recordar la ópera Jerjes, de Händel, en la que tenemos al protagonista cantando su amor a un árbol. Es muy probable que la música os suene y no supierais de qué. Aquí os dejo un vídeo de You Tube, con la mezzosoprano Cecilia Bartoli interpretando a Jerjes con Il Giardino Armonico:

 


Y una cosa más. La oí en una película y es de esas cosas que te hacen pensar, «qué bueno el guionista este», y es aquel chiste de que el rey persa tiene tantos arqueros que las flechas taparán el sol, y el espartano le responde con chunga que, perfecto, entonces, combatirán a la sombra.

 Bueno, pues no es un hallazgo de ningún guionista, sino de Heródoto, que lo cuenta así (sigo con la misma traducción de Edaf, libro VII; CCXXVI):

 

... es fama con todo que el más bravo fue el espartano Dieneces, de quien cuentan que como oyese decir a uno de los traquinios, antes de venir a las manos con los medos, que al disparar los bárbaros sus arcos cubrirían el sol con una espesa nube de saetas, pues tanta era su muchedumbre, dióle por respuesta un chiste gracioso sin turbarse por ello; antes haciendo burla de la turbación de los medos, díjole: «que no podía el amigo traquinio darle mejor nueva, pues cubriendo los medos el sol se podría pelear con ellos a la sombra sin que les molestase el calor»: Este dicho agudo, y otros como éste, dícese que dejó a la posteridad en memoria suya el lacedemonio Dieneces.

sábado, 3 de agosto de 2019

#66 Las aves

Vestuario de Jacques Schmidt para Las aves (1985)
Por Jipejb [CC BY-SA 3.0] vía
Wikimedia commons



Όρνιθες
Autor: Aristófanes
Año: 414 a. C.
Género: comedia






Hay chistes que siguen funcionando después de 2.500 años


Esto del humor es algo muy particular, a veces incluso depende de dónde nazcas y en qué tiempo vivas, te hacen gracia unas cosas u otras. Por eso es admirable que haya comedias atenienses del siglo V a. C. que aún nos hagan gracia.

Las aves, de Aristófanes, no es una de sus obras más chistosas y, sin embargo, sigue teniendo la capacidad de hacerte reír en algunos momentos.

El argumento va más o menos así. Pistetero y Evélpides, dos amigos atenienses, están hartos de una ciudad que parece vivir solo para andar pleiteando y se van en busca de Abubilla, un conciudadano que en el pasado fue metamorfoseado en pájaro, a ver si les dice en qué otro lugar podrían vivir que fuera más de su gusto.

Pero llega un momento en que Pistetero, obviamente el listo de esta pareja cómica, tiene una idea genial: que se haga una ciudad en las nubes en la que reinen los pájaros. Sin embargo, tiene que convencer a las aves, que son tradicionales enemigas de los humanos. En esto Abubilla les echará una mano.

Al final consigue convencerles de que ellas, las aves, en realidad son los dioses primigenios, anteriores a los Olímpicos, y que se trata solo de recuperar su trono. Se ponen a construir las murallas de Nefelococigia (o Píopío de las Nubes, como también he visto en otra traducción). Empezarán entonces a llegar intrusos de lo más inoportunos que quieren formar parte de este proyecto utópico.

Y aquí es donde a mí me sale la risa floja por chistes de lo más tontos, lo sé, pero que me siguen haciendo gracia, por lo cansinos que son esos visitantes para nada bienvenidos y cómo Pistetero habla de ellos y los larga con cajas destempladas. Que si el poeta, que si el recitador de oráculos, otro que viene a venderles leyes de lo más molonas, un sicofante o delator profesional que quiere las alas para poder ir rápidamente a citar a juicio a los litigantes con tanta velocidad que los pobres no lleguen a tiempo a las sesiones... Nada, fuera, no quiere a esos parásitos en su sociedad celeste ideal.

Cuando llega Prometeo, benefactor de la Humanidad, la cosa se hace más seria. Porque al meter una ciudad celeste entre los hombres y los dioses olímpicos, a estos no les llega el humo de los sacrificios y se mueren de hambre. Prometeo le asesora sobre lo que tiene que hacer para salir ganando en sus tratos con los olímpicos.

Estos acaban mandándole una embajada de lo más peculiar e inadecuada, con Heracles, Posidón y un dios bárbaro cuya ininteligible forma de hablar haría las delicias de la concurrencia. Gracias a los consejos de Prometeo y a lo simples que son Heracles y el dios bárbaro, y lo mucho que pasa de todo Posidón, Pistetero acaba siendo rey, casado con una bella joven y todo el poder del mundo.

Ya sabéis que las comedias y tragedias se presentaban a concurso con motivo de festividades varias. Nos resulta raro, pero para ellos el teatro tenía un elemento religioso. Esta la debutó en las Dionisias del año 414 a. C., pero no ganó, sino que quedó en segunda posición. 

Era la época de la desastrosa expedición a Sicilia, aunque a diferencia de lo que era habitual, no hay referencias directas a esto en la obra. Los estudiosos empezarán a analizar si metafóricamente se refería o no a ese episodio político, o a la lucha entre los más religiosos y los más racionalistas, etc. Cada época, supongo, hace la interpretación que quiere porque los clásicos son así. Ganan espectadores en cada generación porque cada una lo interpreta a su manera, le siguen sugiriendo cosas distintas.

Yo, personalmente, lo veo como un par de amigos que se llevan tan bien que son capaces de bromear el uno con el otro por la pinta que tienen con las plumas. Hartos de leguleyos, escapan para montarse su historia utópica, y eso da lugar a burlas sobre quiénes no son bienvenidos en una sociedad ideal: los poetastros, los generadores de leyes no siempre útiles, los vendedores de oráculos a gusto del consumidor, los pleiteadores profesionales, etc.

Lo único que me hizo dar cierto respingo incómodo es el episodio de Iris. La mensajera de los dioses es interceptada en uno de sus viajes del Cielo a la Tierra. Pistetero discute con ella, haciéndole ver la nueva realidad de que ahora la ciudad de las nubes está en medio y que no podrán pasar libremente. Todo el diálogo es bastante divertido, justo hasta el final. Cuando ella le advierte que no conviene suscitar la cólera de Zeus, por lo que le pudiera pasar Pistetero acaba amenazándola con violarla. En aquella época debió ser muy gracioso, pero ahora se ve como un tópico más de agresión de un varón hacia una mujer. Siempre acaban con lo mismo, da igual que se esté discutiendo si ahora los dioses son unos u otros, se recurre a palabras, insultos o acciones sexuales como forma de menospreciar a la mujer.

Dejando este detalle a un lado, es de esas obras que merece la pena ver, sobre todo si los actores tienes chispa humorística y si se adapta un poco el guion con referencias actuales, que se sepa hacer con gracia.

jueves, 11 de julio de 2019

#6 Cratera de Derveni



Objeto: cratera / urna funeraria
Material: aleación de bronce y estaño
Fecha: siglo IV a. C.
Lugar actual: Museo Arqueológico de Tesalónica (Grecia)
Época: Arte helenístico


Esto de las obras públicas, en según qué países, tiene que ser una pesadilla


En cuanto le metes la pala en Grecia, o en Italia, o incluso en la misma España, puedes dar con algún resto valioso. Toca parar la obra. Llama a que lo evalúen,... retrasos (algo que ningún contratista ni político quiere),... análisis a contrarreloj de un yacimiento que tienes que documentar mientras presionan otros intereses para que acabe destruido…

(«Aquí podéis leer sobre el «difícil equilibrio» entre el patrimonio, las obras públicas y la política). 

A todos los santos del cielo debió bajar el palista que, allá por 1962, en el desfiladero de Derveni, mientras excavaba en la obra de una carretera entre Tesalónica y Kavala, fue a dar con dos tumbas de la época clásica.

Fue todo un hallazgo, con un rico ajuar. Lo más valioso, el papiro de Derveni, que como se data hacia 340-320 a. C., parece ser el «libro» (o, al menos, el escrito) más antiguo de Europa. En 2006 se descifró y resultó ser un poema órfico.

Pero no voy a hablar de ese papiro sino de otra pieza, una cratera con volutas. Una cratera (o crátera) es un tipo de vaso griego en el que se mezclaba el vino con el agua para consumo humano. Si los bravos helenos de la Antigüedad no podían beber el vino puro, ya me imagino que sería un poco basto.

Y lo de las volutas es por esas asas que sobresalen de la boca del jarro y tienen forma de espiral.

Sirvió de urna funeraria, porque en su interior se encontraron los restos calcinados de huesos.

La maravilla es que, realizada con una aleación de bronce, y un 15 % de estaño, bien labrado y pulido, logra brillar como si fuera de oro. Algunos detalles decorativos se realizaron con metales preciosos como la plata.

Es una pieza que pesa los 40 kilos y resulta realmente excepcional que se conserven piezas tan grandes de la metalurgia clásica. Las hojas de metal se martillearon y unieron, mientras que las asas y las volutas se fundieron aparte y luego se unieron a la cratera.

¿Qué se puede ver, si nos fijamos en las figuras y elementos que hay representados? Pues bien, en la parte de arriba tenemos elementos decorativos como guirnaldas u hojas de acanto. También hay un friso de animales y cuatro figuras que se corresponden con el dios Dionisos, dos ménades y un sátiro durmiendo. En lo que sería la panza del vaso hay otro friso dedicado a Ariadna y Dionisos y lo que se denomina tíaso (θίασος) o sea, la comitiva extática de Dioniso: básicamente, un grupo de juerguistas borrachos.​

Se conoce el nombre del aristócrata al que pertenecieron las cenizas de su interior, porque su nombre está en una inscripción: Astiouneios, hijo de Anaxágoras, de Larisa.

Cuando pienso en el hombre y la mujer allí contenidos, en un vaso que exaltaba la vida, la sensualidad, el placer de la ebriedad, la danza,… pienso que debieron gozar de su paso por la tierra. Y que la mejor manera de honrarlos fue enterrándolos en una cratera en la que debieron mezclar muchos y ricos vinos a lo largo de los años.

La verdad es que no se sabe ni la fecha ni el lugar donde este vaso se elaboró. En la Wikipedia (que sigo en lo esencial para este artículo) te dan diferentes hipótesis: según la más antigua, se habría hecho en Atenas alrededor del año 370 a. C.; otros dicen que es de Tesalia, un poco más tarde (hacia el 350 a. C.); y, finalmente, no falta quien lo relaciona con la corte de Alejandro Magno, con lo que la datación se adelanta hasta el período 330 y 320 a. C.

Como siempre, salvo otra indicación, las imágenes proceden de Wikimedia Commons.

jueves, 4 de julio de 2019

#12 Apoxiómeno de Lisipo


ἀποξυόμενος
Copia romana del s. I
Por Jean-Pol Grandmont [CC BY 3.0]
vía Wikimedia Commons

Ubicación: Museo Pío-Clementino (Ciudad del Vaticano)
Fecha: 330-325 a. C. (original) / s. I (copia)
Época: Arte griego
Autor: Lisipo


  
Una estatua capaz de crear un alboroto nada menos que a Tiberio 

Como ya se mencionó, Lisipo fue el más prolífico en sus obras, e hizo más estatuas que cualquier otro artista. Entre ellos, está el Hombre que usa el raspador, que Marco Agripa había erigido frente a sus Termas, y que agradó maravillosamente al emperador Tiberio. Este príncipe, aunque al comienzo de su reinado se impuso cierta moderación, no pudo resistir la tentación y se llevó esta estatua a su dormitorio, sustituyendo a otra en los baños: la gente, sin embargo, se opuso tan resueltamente a esto, que en el teatro exigieron clamorosamente que el Apoxiómeno fuera devuelto a su lugar; y el príncipe, a pesar de su apego a él, se vio obligado a restaurarlo.

Plinio: Historia Natural, XXXIV, 19.


Un apoxiomeno (o apoxiomenos, que de las dos formas lo he visto escrito en mis libros de arte) es una estatua de un atleta limpiándose el sudor y el polvo con un estrígil. De hecho, su nombre significa, en griego, «el que rasca».

Es uno de los temas de la escultura griega. La mayor parte de las estatuas griegas las conocemos por copias romanas. Los originales en bronce, descubiertos al conquistar la Hélade en el siglo II a. C., fueron copiados a lo largo de los siglos en mármol. Por eso de un determinado tema puede haber distintas copias o versiones. Plinio menciona en el libro XXXIV, unos cuantos ejemplos del botín que se llevaron a Roma.

El más famoso Apoxiómeno es esta copia romana del siglo I a partir del modelo original de Lisipo. Actualmente puede verse en el Pío-Clementino, uno de los museos en los que se divide la riqueza patrimonial de Ciudad del Vaticano.

Lo encontraron en el Trastévere en el año 1849, y pronto fue identificada con aquella escultura de la que hablaba Plinio –el cotilla que todo lo sabe– en su Historia Natural.

Realizada en mármol pentélico, se alza hasta los 2,05 metros. Se ve a un atleta en postura de contraposto, una pierna recta y otra avanzada o doblada; extiende el brazo que va a limpiar, mientras que con el otro va raspando la suciedad.

Si os acordáis, el arte griego se dividía en tres períodos: arcaico, clásico y helenístico. Lisipo, que fue el escultor favorito de Alejandro Magno, está situado ya al final de la época clásica, rozando con el helenismo. Plinio cuenta que Alejandro Magno ordenó que no lo retratara ningún otro que Apeles, no lo esculpiera otro que Pirgóteles, ni lo reprodujera en bronce otro que Lisipo (Historia Natural, libro VII, 125). Se incluye en la llamada segunda fase del clasicismo, junto con Scopas y Praxíteles.

Estamos ya en el siglo IV a. C., con los ideales clásicos en crisis, incluyendo el modelo anatómico que había dominado en el siglo anterior. Lisipo propone un nuevo canon. Los músculos son, a un tiempo, fibra y grasa. Estiliza las formas: en vez de un cuerpo de siete cabezas, establece un modelo de cabeza más pequeña, siendo su canon el de ocho cabezas (1:8). Así los miembros de alargan. Rompe con la frontalidad, y puede verse desde cualquier ángulo.

Es una pieza más que se puede ver conforme vas recorriendo los Museos Vaticanos, y puede que en tu ansia por llegar a la Sixtina, no repares en esta parte maravillosa de estatuaria. Como todo el recorrido, está más lleno de gente de la que desearías (porque al fin y al cabo, también quieren ver lo mismo que tú, ¿no?). Merece la pena dedicar un buen rato a estas obras y, entre grupo y grupo, quizá alcances a tener un momento de respiro en el que puedas contemplarlas con cierta tranquilidad.

Aquí, un pequeño clip de un par de minutos sobre esta pieza, que he encontrado en You Tube.

miércoles, 26 de junio de 2019

#1 Máscara de Agamenón





Objeto: máscara mortuoria
Material: oro
Fecha: 1550-1500 a. C.
Lugar actual: MAN (Atenas, Grecia)
Época: micénica


Este Schliemann, era un genio… a su manera


Heinrich Schliemann (1822-1890) fue un tipo muy peculiar. Este prusiano, hijo de un pastor, de origen humilde, salió adelante con diversos trabajos, fue tendero, marinero náufrago, agente comercial, luego empresario por su cuenta,… estuvo por todas partes, desde la Rusia imperial hasta la California de la fiebre del oro.

Políglota, aprendía idiomas como quien colecciona cromos: inglés, francés, holandés, español, italiano, portugués,… Se lamentaba de que, debido a sus muchos trabajos y viajes, «Hasta el año 1854 no me fue posible dedicarme al estudio del sueco y del polaco».

Se enriqueció con la guerra de secesión estadounidense y con la de Crimea, porque ya se sabe que las guerras son oportunidades estupendas para que algunos tipos concretos se enriquezcan, aunque en general son un desastre, tanto para la sociedad del ganador como la del perdedor. Como decía el duque de Wellington, «Salvo una batalla perdida, no hay nada tan triste como una ganada».

La cosa es que, rico, y en su madurez, pudo dedicarse a lo que le gustaba, que era el tema histórico. Se largó a Grecia y Turquía, se casó con una pizpireta muchacha griega (como podréis comprender, para entonces ya dominaba el griego clásico y contemporáneo de corrido) llamada Sofía, de diecisiete años, o sea, treinta años menor y juntos se dedicaron a la búsqueda de tesoros perdidos.

Para él, a diferencia de los científicos de su época, los poemas homéricos no eran mitos o fantasías literarias, sino hechos ocurridos en la realidad y él tenía el empeño de encontrar Troya. Y la encontró, siguiendo ciertas descripciones de la Ilíada, en la colina de Hisarlik.

Más tarde marchó a Micenas, donde estuvo excavando. En 1876 halló una serie de tumbas. Siguiendo esa manía tan suya de pretender que los personajes homéricos eran reales, decidió que una de ellas era la de Agamenón, el rey de los hombres. Precisamente a la que pertenece esta máscara.


Schliemann en 1879


Y aquí su mujer, Sofía Schliemann, h. 1873, adornada con joyas halladas en las ruinas troyanas, el llamado «tesoro de Príamo», porque digo yo que para qué descubrir un tesoro de más de tres mil años si no te lo vas a poder poner…

La máscara de Agamenón se creó a partir de una sola hoja de oro, gruesa, calentada y golpeada con el martillo contra un fondo de madera en las que estaban grabados los detalles grabados posteriormente con una herramienta puntiaguda.

Es una máscara funeraria, un objeto que se colocaba encima de los muertos para protegerlos de las influencias exteriores, lo mismo que los petos. Suelen guardar un parecido con ellos, y aquí sí que se ve que no es un modelo ideal como se vería más tarde en la estatuaria griega, sino que parece corresponderse a una persona real, con su bigotillo y su barba.

No pudo pertenecer a Agamenón porque se ha datado en unos trescientos años antes de cuando se supone que ocurrió la guerra de Troya. Pero sigue conservando el nombre, por motivos históricos.

Dado que es de oro, y por la riqueza del ajuar funerario, que incluía espadas, diademas y otros muchos objetos, era evidente que se trataba de gente rica, noble, que gozaba de estatus y poderío dentro de la sociedad micénica.

Debo señalar que hay gente que duda de su autenticidad, unos porque piensan que igual Schliemann coló en esas tumbas algo que había hallado en otro sitio, y otros porque creen que igual hizo fabricar una moderna a imitación de las antiguas. A día de hoy, me parece que la postura general es no dudar de la realidad del hallazgo, que como he dicho no incluyó solo esta máscara, sino otras, además de objetos valiosos.

Se guarda en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas, y menos mal, porque los fondos de Schliemann que acabaron en Alemania resultaron muy dañados como consecuencia de la guerra mundial y acabaron en gran medida dispersos o destruidos.

Por cotillear un poco, Heinrich y Sofía tuvieron tres hijos a los que llamaron Andrómaca, Troya y Agamenón. Permitió que se les bautizara, pero solemnizó –dicen en la Wikipedia en inglés– la ceremonia a su manera, colocando una copia de la Ilíada en la cabeza de los niños y recitando cien hexámetros.

(No, en serio, pensadlo un momento. Tratad de imaginar la escena).

He podido escribir gran parte de este artículo gracias a un clásico de la divulgación arqueológica, Dioses, tumbas y sabios de C. W. Ceram. Un libro entretenidísimo, muy adecuado para aquellos que no somos expertos en estos temas arqueológicos, pero nos gusta leer sobre ellas. Además, es muy recomendable el artículo en la Wikipedia en inglés, del que también he cogido cosas.

Por lo demás, como siempre, y salvo otra indicación en contrario, las imágenes son de Wikimedia Commons.

martes, 4 de junio de 2019

#27 Edipo rey

Louis Bouwmeester como Edipo
Albert Greiner (h. 1896)
[CC BY-SA 3.0], vía Wikimedia Commons



Oι̉δίπoυς τύραννoς
Autor: Sófocles
Año: h. de 429 a. C.
Género: tragedia




La tragedia griega por excelencia


Atención *esta entrada contiene spoilers*

(Ya, suena ridículo. Esta obra lleva rulando por ahí 2.500 años. No creo que nadie se moleste si se la destripo un poco).

Yo se lo leí al escritor Steven Saylor (Roma sub Rosa), pero seguro que no fue el primero en decirlo: Edipo rey es la primera novela de misterio (o suspense, o negra, o detectives) de la historia. Y no le falta razón, porque es una investigación sobre un asesinato, ¿quién mato a Layo?

Vale, no es una novela, es una obra de teatro, un drama a representar con ocasión de unas fiestas religiosas, pero creo que se me entiende. También la Odisea es la primera «novela de aventuras».

Una terrible peste arrasa la ciudad de Tebas, en la Antigua Grecia. El rey Edipo ha mandado a su cuñado Creonte a Delfos, para que el Oráculo le diga a qué se debe esta epidemia.

El Oráculo le viene a decir que la culpa es de quien mató a Layo, el antiguo rey. Y entonces Edipo, que es un rey muy responsable, pone todos sus esfuerzos en saber quién es el asesino, y empieza sus pesquisas.

La verdad es que empieza intentando atajar: llama al adivino Tiresias, el que todo lo ve, como la vieja del visillo. Si quiere, le cuenta, pero preferiría no contarle nada. Edipo se cabrea y le dice que tiene que informar de lo que sabe. Discuten y llega un momento en que Tiresias ya se harta y viene a decir que por mis cojones ahora te vas a enterar: eres tú, so merluzo, el que mató a Layo. Venga, ahí te quedas, por faltarme al respeto. Imbécil. Te crees muy listo y que lo sabes todo. No sabes una mierda. 

(Bueno, lo dice en griego fino, pero más o menos esa es la idea).

Edipo, que no tiene la menor conciencia de haber matado a nadie, no le cree, y se mosquea, y se le ocurre que, en realidad, el adivino ha debido de aliarse con Creonte para quitarle del trono de esta manera. Porque, por supuesto, él sabría si ha asesinado o no al anterior rey, ¿no?

La cosa es que entonces empieza a investigar más policialmente. Primero, preguntando a una testigo de referencia, Yocasta, la cual cuenta lo que le contaron. Aquí se centra Edipo en una reconstrucción del lugar de los hechos, dónde fue, cómo era ese sitio, y ¿quién dices que lo mató...? Ah, unos bandidos. Y, ¿cómo dices que era la víctima...? Descríbemelo un poco, por favor.

Entonces Edipo se mosquea un poco, porque él recuerda hace años haber matado a un viejo insolente en un lugar como aquel que describen. Pero claro, el rumor es que a Layo lo mataron unos bandidos, varios bandidos, así que es imposible que fuera él. Por si acaso, decide interrogar al único testigo directo de los hechos, un criado de Layo que aún vive.

Mientras tanto, llega un aviso de Corinto: el rey Pólibo, padre de Edipo, ha muerto. Aunque triste por la muerte de su padre, en cierto sentido a Edipo se le quita un peso de encima. En cierta ocasión, hace ya muchos años, él también acudió al Oráculo, y este le dijo que acabaría matando a su padre y acostándose con su madre. Por eso huyó de Corinto, para no dar lugar a que se realizara esa profecía. Como su padre ha muerto de muerte natural, ya se ve que la predicción no se va a cumplir. Entonces podría volver como rey a Corinto, pero prefiere que no. Su madre Mérope aún está viva, y no vaya a ser que se cumpla la parte del otra parte del vaticinio, esa que dice que se iba a acostar con su madre.

Entonces el mensajero quiere quitarle presión y le dice que no se preocupe, que al fin y al cabo eran solo sus padres adoptivos.

Ahí es donde Yocasta empieza a temerse lo peor, porque la historia que cuenta Edipo coincide con otro pronóstico que le hicieron a ella y a su esposo de que su hijo mataría a Layo y se acostaría con Yocasta. Ella le implora a Edipo, por favor, que no siga averiguando más, que deje las cosas como están.

Pero lo mismo que antes con Tiresias, Edipo no puede parar, tiene que averiguar la verdad, ¿quién demonios mató a Layo?

Pues como se ve claro, llegados a este punto, el suspense de la historia es de esos en los que el espectador sabe quien es el asesino, pero los personajes no, y toda la tensión está en saber cuándo y cómo lo averiguarán.

En este caso, quien tiene que saberlo es el «detective», o sea, Edipo. Así sería también la primera de tantas historias en las que el asesino resulta ser el propio detective que investiga.

Como novela negra, la tensión está asegurada. Además, esa forma de contar las cosas tan rigurosa, en un solo acto, sin que en ningún momento decaiga la tensión, hace  que esta obra te atrape y sigas mirando, fascinado, hasta el terrible final, aunque sepas lo que pasa. 

Sí, bueno, otros te hablarán de los grandes temas de Edipo rey, sobre todo la fatalidad, si todo estaba predestinado, el destino frente al libre albedrío,... si se trata en definitiva de uno de esos relatos en los que por evitar una profecía, acabas cumpliéndola sin querer.

Porque lo trágico en la tragedia griega es que no hay una sanción adecuada a una infracción consciente. Eso es fruto de nuestra educación cristiana, creer que los males que uno sufre es por haber cometido un pecado, libre y voluntariamente. Pero Edipo comete parricidio e incesto sin ser consciente de ello. Ha procurado siempre ser una persona responsable, huyó de Corinto para no correr el riesgo de matar a quien creía su padre, busca la solución al problema de la peste en Tebas...

En cierto modo se puede leer esta historia como un castigo a quien busca la verdad, racionalmente, investigando, no fiándose de augurios y magias, sino intentando desentrañar lo ocurrido a través de pruebas y testigos. Lo que te viene a decir es que, a veces, mejor no remover asuntos pasados.

Tiresias al principio se lo dice a Edipo, que deje las cosas tranquilas, que no le pregunte. Pero Edipo quiere saber.

Y Yocasta, en cuanto ve que la profecía que le hicieron a ella encaja con lo que el Oráculo le dijo a Edipo, ya se teme el pastel y le dice mira cariño, ¿por qué no lo dejas...?

Pero nada, ahí sigue Edipo erre que erre. Tiene que saber.

Porque está seguro de que hay una explicación para lo ocurrido. Sí, claro que la hay. Cuando al fin cae en la cuenta de que el asesino que busca es él mismo, que ha cometido parricidio e incesto, corre como loco en busca de Yocasta. La cual, por la vergüenza, se ha suicidado ahorcándose.

En su furor, Edipo le quita los broches que llevaba en la ropa y con ellos hace estallar sus propios globos oculares. Cegándose a sí mismo. Al exilio, y solo le queda encomendar a Creonte que cuide de sus hijas, Ismene y Antígona (y ya sabemos cómo lo hizo, en Antígona, ¿verdad?).

Esta es una obra universal, impresionante, la más perfecta de las tragedias griegas (Aristóteles dixit), que merece la pena ver en vivo y en directo, si tenéis la oportunidad. Sigue ganando espectadores con cada nueva generación, porque a cada una le sigue diciendo algo que le llega.

sábado, 4 de mayo de 2019

#78 Antígona

Antígona sepultando a Polinices, por Sébastien Norblin (1825)
Vladoubido Oo [CC BY-SA 3.0], vía Wikimedia Commons



Ἀντιγόνη
Autor: Sófocles
Año: h. de 441 a. C.
Género: tragedia






La obra clásica favorita de los juristas.


¿Sabéis esto que suelo decir que una cosa es el canon y otra los clásicos?

Para mí, el canon literario está formada por obras que tienen un sentido dentro de la historia de la cultura, la obra literaria como producto de una determinada sociedad. Te informa sobre cómo eran esas personas, qué pensaban, qué consumían, aunque igual no digan nada al lector actual.

Otra cosa son los clásicos. Son esas obras que puedes considerar inmortales porque ganan lectores con cada nueva generación. Siguen diciéndote algo, aunque haga siglos (o, como en el caso de Antígona, más de dos mil años) que se escribieron. Y no dicen lo mismo a los de un siglo que a los de otro.

Trascienden.

Hablan al ser humano como tal, por encima del tiempo y la geografía.

Aunque los clásicos suelen formar parte del canon, no ocurre lo mismo a la inversa: no todo el canon es clásico, porque hay mucho pestiño infumable, solo apto para los arqueólogos de la literatura.

Antígona es un clásico, con todas las letras, lo mires por donde lo mires, sigue «diciendo cosas» al espectador moderno. Muchas, a veces pienso que demasiadas. Tiene ese elemento de la mejor literatura de revolverte un poco el estómago de la emoción.

Para los que no conozcan el mito griego, os contaré un poco de qué va la historia. Básicamente, el tirano de Tebas, Creonte, ha prohibido que se dé sepultura a Polinices, hijo del anterior rey y que se dirigió contra Tebas al frente de un ejército de argivos. Él y su hermano Eteocles se dieron muerte mutuamente. Al muerto «bueno», Eteocles, el leal a la patria, sí que le dan las honras fúnebres correspondiente, que consisten en enterramiento más tres libaciones.

La cosa es que a estos dos desdichados dejaron detrás a dos hermanas, Antígona e Ismene. Antígona decide cumplir con los ritos sagrados. Pero es descubierta y Creonte la condena a muerte. Lo que pasa después no lleva a un happy ending, como podéis comprender.

Tradicionalmente, se ha considerado que el tema principal de la obra es el Derecho natural frente al Derecho positivo, algo que hace de esta obra una de las favoritas de los juristas, que podemos tirarnos horas debatiendo.

¿Quién hace lo correcto, Creonte, que cumple con la ley del Estado, porque sin un Derecho eficaz, no hay sociedad que funcione? ¿O Antígona, que prescinde de la ley y da cumplimiento a lo que ella ve como un deber superior, ordenado por los dioses?

La gente suele alinearse con Antígona, porque es lo literario, el «fíjate tú qué bien que hace lo que debe, aunque le cueste la vida». Qué trágico, qué heroico e inspirador, qué bonico, vaya.

De entrada, yo estoy con Creonte. Si hay una ley, hay que cumplirla. Puedes cambiar la misma, si no te parece correcta, por el procedimiento legalmente establecido. «De la ley a la ley a través de la ley», como dijo Fernández Miranda.

Solo mediante normas de comportamiento que se cumplan puedes mantener enderezada la nave del estado y que la sociedad prospere. La seguridad jurídica permite el comercio, la riqueza, la seguridad en tu propio hogar, la libertad de ser tú mismo y el «libre desarrollo de la personalidad» que dice la Constitución española. Lo otro solo lleva a estados fallidos.

Esa es la postura inicial, según creo yo, del propio coro tebano en la obra, aunque la verdad es que son un poco veletas. O puede ser que yo no los entendiera del todo.

Lo que ocurre es que, en la realidad de las cosas, no existe eso que se llama «Derecho natural» y no hay un único «Derecho positivo». 

Y no me queda claro que Antígona esté cumpliendo con el derecho sagrado ni tampoco lo hace Creonte.

Empiezo por esto último.

Por un lado, hay un primer enterramiento. Alguien (no se sabe quién, ¿Antígona, su hermana Ismene, tal vez los propios dioses...?) ya había cumplido con los ritos funerarios sobre el cadáver de Polinices. Creonte ordenó que se le desenterrara para que quedara nuevamente como presa de las aves y pasto de los perros. ¿Era realmente necesaria una segunda ceremonia? Es el llamado «problema del segundo enterramiento». ¿No será que Antígona hace lo que hace por obcecación, por demostrar que le importa un pito lo que diga el tirano, ella que era hija de Edipo, el rey anterior? ¿O es puro amor de hermana que no soporta la idea de que las aves comieran el cadáver se su hermano? ¿Realmente está siendo una muchacha piadosa o quiere demostrar algo más?

Pero vamos a ver el supuesto respeto de Creonte a la ley positiva, a su propio decreto, al dura lex, sed lex... Hay, al menos, tres aspectos en los que se aparta. Primero, cuando el tema se descubre, dice que no solo va a condenar a muerte a Antígona, sino también a su hermana Ismene, porque seguro que estaba en el ajo. Perdona, ¿no se trataba de aplicar la ley a quien hiciera los ritos funerarios...? Metes a Ismene de rondón, ¿por qué?

Podría ser porque sospecha (pero no tiene pruebas) de que ella es en realidad la autora del primer enterramiento. Aunque también le resulta útil acabar, de esta manera, con todos los descendientes del antiguo rey, con lo que su posición política se afianza eliminando esa fuente de cuestionamiento de su legitimidad. No tiene pruebas de que ella haya hecho nada. Ismene confiesa, más en plan «Yo soy Espartaco» que otra cosa, porque todos saben que la autora de la desobediencia es Antígona, es solo a ella a quien descubrieron in fraganti.

El segundo aspecto en que Creonte no es tan respetuoso con la ley es la forma de castigo. Lo que se disponía era que, quien enterrara al traidor, sería lapidado. No es esa pena la que él impone. La muerte, sí. De una forma más horrenda: enterrada en vida.

Ahí es donde el coro, que hasta entonces parecía comprender los motivos de Creonte, empieza a dudar, como simbolo de que la ciudad rechaza lo decretado. Resulta cruel, y al mismo tiempo injusto, porque se aparta de lo dispuesto en la ley, y del nulla pena sine lege.

Al final, cuando consiguen convencer a Creonte de que es mejor para el bien de la ciudad que perdone a Antígona, decide hacerlo y que no muera. A mi modo de ver, es otra forma de apartarse del dura lex, pues si por encima de la ley está la conveniencia del estado, subjetivamente apreciada por el que manda, lo que tienes es tiranía y no estado de derecho.

La ley que puede ser alterada por voluntad de una sola persona, no es realmente una norma jurídica, pues introduce la incertidumbre, la discrecionalidad, en suma, directamente es el camino a la arbitrariedad. Con lo cual deviene inútil como Derecho.

Tal vez a los que no hayáis estudiado Derecho todo esto os suene a chino, o palabrería de leguleyos, pero es que a los juristas nos encantan las disquisiciones sobre sutilezas y matices.

Siempre que alguien alega que hay que incumplir la ley por tal o cual conveniencia política, o que los políticos (o cualquier otro grupo) está por encima de la ley, cae irremediablemente en el fascismo. No, literal e históricamente: esa era la idea del Derecho fascista, para quien el sano sentimiento popular es fuente de Derecho, por encima y al margen de la ley. Suena democrático, ¿verdad? No lo es. Nada más lejos de la realidad, porque no estamos hablando de un «sentimiento popular» fijado en una asamblea popular y plasmado en una ley debidamente publicada.

No, es el sano sentimiento... según lo fije el Führer, que es el único intérprete legítimo. Así era el Derecho Penal del nazionalsocialismo: será delito lo que en cada momento diga el Führer que es ese sano sentimiento popular.

Después de ver que ni Antígona es tan inclinada a las cosas santas ni Creonte tan respetuoso con la ley, me meto en lo que se supone que es el meollo de la obra: el «Derecho natural» frente al «Derecho positivo».

Ya he dicho que no existe el primero (Y mira que lo tuve que estudiar en la carrera, que me perdonen los catedráticos de Teoría del Derecho o de Filosofía del Derecho) y que de lo segundo existen variedades.

Lo que se llama derecho natural es para mi una engañifa, es como la homeopatía del Derecho. Es el término al que recurren los que no consiguen que sus creencias (generalmente religiosas, pero también de otro tipo como las nacionalistas o cualquier fascismo al uso) –que suelen encubrir intereses de solo parte de la sociedad, y no de esta en su conjunto– se plasmen en normas. Por ello recurren a ideas grandilocuentes, que suenan muy bien, son atractivas al oído, pero en el fondo lo único que quiere es que sus reglas sobre cómo deben ser las cosas, se impongan a los demás, sin pasar por los procedimientos establecidos.

No descarto que, como primates, haya formas de comportamiento básicas que se exigen en todas las sociedades humanas, porque resultan necesarias para poder subsistir como especie; probablemente las veas impuestas también entre los bonobos o los gorilas o los chimpancés. No matar a los que portan tu propio código genético, es una evidente, y tratar igual los casos iguales y desigual los que sean diferentes. Hay experimentos interesantísimos sobre comportamiento animal de los que no voy a hablar porque me apartaría mucho del tema.

La manera de enterrar a los muertos no es una de ellas, obviamente, pues las costumbres funerarias varían de una sociedad a otra. De hecho, existe el «entierro en el cielo» dejando que las aves carroñeras se deshagan de los cadáveres.

La clave para mi interpretación de Antígona es más bien otra: que hay muchos derechos positivos. La ley puede ser impuesta por la voluntad de una persona, o de un grupito o ser lo consensuado por la sociedad. Y ahí es donde falla Creonte: él establece una determinada norma sin recabar el consenso de Tebas.

La forma en que Creonte se comporta con la hermana del muerto no es algo contenido en la ley, ni con lo que estén de acuerdo los ciudadanos. No es una norma democrática, de ahí que pueda ser legítimamente desobedecida.

Esa es la diferencia: la ley del tirano frente a la norma democrática que emana del pueblo. Creonte se ha convertido en el Führer que interpreta el sano sentimiento popular, pero sin consultar a la asamblea, sin que los ciudadanos hayan dictado ley alguna sobre cómo hay que tratar los cadáveres de los traidores. Y que los ciudadanos de Tebas pensaban de forma distinta es algo que Hemón le advierte a su padre Creonte.

Por eso añade que No existe ciudad que sea de un solo hombre. Y más tarde, Tú gobernarías bien, en solitario, un país desierto.

Es legítimo desobedecer la ley injusta del tirano, pero no aquella que emana de la soberanía popular. Esa es la diferencia entre la autocracia y la democracia, y por qué en el primer caso está justificada la desobediencia civil, y en el segundo no, porque atentas directamente contra la soberanía popular, es decir, contra tus conciudadanos.

Leyendo el artículo de la wikipedia sobre esta obra, que recomiendo totalmente, me entero de algo en lo que yo no había caído porque mi conocimiento sobre el derecho de la Antigua Grecia es mínimo.

Al parecer hay una institución, la epíclera, que hace que cuando un rey no tiene descendientes masculinos, su hija mayor tenga que casarse con su pariente masculino más próximo, y al hijo que tengan se le considerará heredero del rey muerto. De esta manera, sería continuador del abuelo materno, y no paterno.

Aquí es donde entra la parte de culebrón, claro.

Resulta que el rey Edipo quedó ya sin descendientes masculinos, al matarse mutuamente sus hijos Eteocles y Polinices. Le quedan dos hijas, Ismene y Antígona. La mayor es Antígona. Esta tendrá que casarse con su pariente masculino soltero más próximo. Y, ¿quién es este?

Edipo es hijo biológico de Yocasta, la hermana de Creonte. Este está casado, pero su hijo Hemón, no. Por lo tanto, el pariente varón soltero más próximo de Edipo es su primo hermano Hemón, en cuarto grado de consanguinidad. (Otra de esas cosas que nos entusiasman a los juristas, desentrañar el grado de parentesco colateral).

Fíjate tú que se da la circunstancia de que Hemón y Antígona se aman y están prometidos. Por lo tanto, en cumplimiento de esta ley, la epíclera, los hijos que tuvieran Hemón y Antígona serían nietos o continuadores de Edipo (abuelo materno), y no de Creonte (abuelo paterno).

Si lo miras así, adquiere un nuevo sentido que Creonte se empeñe en meter en el lío a Ismene, para que ya no quede ningún descendiente de Edipo que pueda amenazar su dominio sobre Tebas. Si muere Antígona, siempre quedaría la posibilidad de que Hemón tuviera que casarse con Ismene.

Y también lo tiene la frase de Creonte con la que pretende quitar hierro al asunto de decretar la muerte de la prometida de su hijo: también los campos de otras se pueden arar. Fino que es el hombre.

A su hijo le dice que aunque ella viviera, ese matrimonio no se celebraría.

En el fondo, por lo tanto, podría interpretarse que todo lo que hace Creonte es una forma de forzar las cosas para asegurar su posición como amo de la ciudad, frente a la descendencia legítima del antiguo rey. Dicta una norma manifiestamente injusta para forzar a la parentela a actuar de una determinada manera. Y si lo ves así, Antígona también estaría tirando de la cuerda, haciendo lo único que está en su mano, con un segundo e innecesario enterramiento y libaciones, para que sea la propia ciudad la que ponga freno al tirano.

Cabe también una interpretación feminista. Estoy segura que se han hecho muchas. La mía es que Antígona recurre al único poder que tiene como mujer, el de la esfera que le es propia en esa sociedad: lo sentimental (privado) por encima de lo público. Desde esta perspectiva, tan ajenas le son las normas que dicte el tirano como las que apruebe la asamblea de hombres: ni ella las establece ni le preguntan su opinión. Cómo tiene una mujer que cuidar de aquellos a los que ama, en la vida y en la muerte, sería cosa propia de su esfera, y nadie va a discutírselo.

No estoy segura, al final, si los dioses castigan a la ciudad porque les gusta lo que hace Antígona o porque les disgusta lo que hace Creonte. Son dos cosas distintas.

¿Sabéis quién es mi personaje favorito en toda esta tragedia...?

Hemón tiene un punto. Ama y respeta a su padre, por eso intenta hacerle ver cómo están las cosas, para hacerle cambiar de parecer. Su padre cree que habla solo por amor a Antígona, pero no es eso. Cuando Hemón ve que no ha conseguido salvar a Antígona, entonces, en su futuro sólo ve la muerte (Va a morir, ciertamente [Antígona], y en su muerte arrastrará a alguien). Algo que Creonte, en su paranoia propia del tirano, interpreta como una amenaza contra él (también sospecha de Tiresias, el adivino, cuando le viene a hablar del descontento de los dioses). Ay, la paranoia de los tiranos.

Mas no es él mi personaje favorito, no.

Es Ismene.

Siempre me ha parecido la figura más trágica de todas. Te demuestra que da lo mismo lo que hagas: respetes la ley o no, seas pacífica o peleona,... al final, también quedarás sola sin haber podido arreglar nada. Ella pone el punto de sensatez, de sentido común, de normalidad dentro de un mundo de gentes exaltadas. Tampoco sirve para nada. Siente el mismo dolor, pero se lo guarda, los sentimientos son algo privado, no un instrumento para hacer política. Es la inutilidad de hacer lo correcto.

A veces me gustaría que fuera verdad esa hipótesis de que fue ella la que hizo el primer enterramiento de Polinices. Sería, así, la persona que hace lo que debe de una manera discreta, sin alharacas, sin que se entere nadie ni convertir el dolor particular en un tema político que sólo puede llevar a la desgracia colectiva. Todo el lío posterior sería innecesario, mero casus belli para una lucha por el poder que no puede llevar a nada bueno.

Creo, no obstante, que es más poético considerar que lo hicieron los dioses, arrastrando con un viento mágico polvo sobre el cadáver y vertiendo las libaciones,... Es por ello que se disgustan cuando las aves picotean el cadáver y luego van a los altares, infectándolos, y de ahí su enojo con Creonte.

O puede que, simplemente, aquellos primeros ritos quedaran interrumpidos y Antígona vuelve para rematar la faena.

Ismene es para mí el símbolo de la peor situación posible, aquella en la que hagas lo que hagas estás perdido. No hay forma de ganar, ni protestando ni callando. Como los que los nazis consideraban Untermenschen: colaboraran o no con el régimen, acabarían muertos tarde o temprano.

Con toda esta extensísima entrada creo que queda claro que esta es una de mis obras literarias favoritas. Ya he dicho cualquier jurista puede dedicarle horas y horas y verle cosas que otros no lo ven, y que ni siquiera creo que Sófocles pensara sobre ello. La desobediencia civil, por ejemplo, es un concepto moderno (Thoreau y todo eso).

Como obra literaria, lo tiene todo: los personajes intensos y bien perfilados psicológicamente, el argumento (complejo e intrigante), el estilo (en particular, la agilidad de las escenas y la tensión dramática que sabe mantener, el enfrentamiento Hemón-Creonte me parece de lo más poderoso), la ambientación (aquí, más bien contexto) y la trascendencia (va más allá de su literalidad y te hace pensar).

Por eso no me extraña que esta obra, estrenada en el siglo V a. C., todavía siga ganando nuevos espectadores.

Si tenéis la oportunidad de verla en vivo, hacedlo. Seguro que os impresionará.

Lo más probable es que os sugiera cosas que a mí ni se me han pasado por la cabeza.

Si queréis ver una Antígona, en RTVE a la carta hay una, en la versión de Anouilh, que retransmitieron en Estudio 1 en el año 1978. No es la obra de Sófocles, pero te da una idea del mito.