山椒大夫 / Sanshô dayû
Año: 1954
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Música: Fumio Hayasaka
Una persona sin compasión no es humana.
Por alguna extraña razón hay quien piensa que la esclavitud sólo la practicaron los occidentales. Y no es así. Todos los pueblos y sociedades históricas, hasta donde yo sé, tuvieron alguna forma de esclavitud o servidumbre.
El Japón medieval no podía ser una excepción.
Esta película te lo muestra, con todo su dolor, aunque sin regodearse. No hace falta. La maldad y la crueldad, el sufrimiento que causan, se padecen sin necesidad de que te lo cuenten en primeros planos, sin escenas gore, sin regodeos sentimentales.
Y, enfrente, la amabilidad de quienes piensan que todo ser humano tiene un valor, que hay que ser justos y benévolos, en la medida de lo posible.
Esa es la enseñanza que el padre del protagonista le imparte, poco antes de marchar al exilio por, precisamente, haber intentado mejorar la vida de los campesinos:
Una persona sin compasión no es humana.
Incluso ante tus enemigos debes mostrarte compasivo.
Todos somos iguales y nos merecemos ser felices.
Y luego está la familia, el amor entre las personas de la misma sangre, que conlleva sufrir y sobrevivir juntos, apoyarse o sacrificrse el uno por el otro, la búsqueda incansable de aquel que se fue, la esperanza del reencuentro…
Eso es de lo que va esta película. Aunque, si queréis saber un poco sobre la trama, os digo que está ambientada en el Japón del siglo XII. Hay un gobernador que, por no explotar a los campesinos, es condenado al exilio, dejando atrás a su mujer Tamaki y sus dos hijos, Zushio y Anju, aún niños. Querrían ir con él, pero no pueden.Cuando, años después, emprenden viaje para reunirse con el padre, les suceden una serie de desgracias, en fin, acabarán en manos del cruel intendente Sansho del título.
Película en blanco y negro, con una fotografía preciosa, y escenas de esas que se te quedan en la retina, como el momento en que Anju va entrando poco a poco en el río, todo está calmado, no hay gritos, ni sonido, solo ella, enmarcada entre árboles, desde lo alto, en un picado fijo que sigue su progresión hasta que sólo quedan ondas en el agua.
Mizoguchi cuidaba la veracidad de los detalles históricos. Entre otros trabajos, fue pintor de telas, recibió formación académica y se esforzaba particularmente en que los trajes fueran los adecuados a la época que representaba. Dejaba que la historia fluyera, con una calma, un ritmo pausado pero sin decaer nunca, y sin caer en truculencias.
No solía usar de primeros planos, lo suyo eran más los planos secuencia. Recreas la mirada en lo que él te expone. Asumes, de hecho, la perspectiva que él te ofrece, tiene esa cosa tan propia del cine como arte en que no es solo lo que te cuentan sino cómo te lo cuentan. Hay algo en estos directores que empezaron con el cine mudo, como Hitchcock, Lang o Ford, que atrapa la mirada. Sabían contar una historia visualmente, más con imágenes que con palabras.
Junto con Ozu y Kurosawa, Mizoguchi forma el trío de maestros del cine clásico japonés. Hay otros (se suele citar a Kobayashi, pero no me llama tanto). Estos tres son los que, creo yo, más merece la pena conocer. Kurosawa es el más fácil para los occidentales, pero Mizoguchi no es arcano, no es incomprensible, no notas, como puede ocurrirte con otras películas de cine japonés, que estás perdiendo algo por no tener las claves culturales. Esto es un melodrama familiar de época, con aire de cuento o de leyenda, y comprendes perfectamente lo que pasa y qué les ocurre a los distintos personajes.
Es Mizoguchi el cineasta de las mujeres. No importa que sean películas históricas, con roles de mujer tradicionales: sus personajes femeninos tienen personalidad propia, y asumen un papel relevante. Aquí lo ves en los personajes de la madre y la hermana, de las que siempre te acordarás, por su amor, la tenacidad, su entereza ante la adversidad, incluido el sacrificio por aquella persona a la que se ama.
El propio director llevó una vida truculenta y arrebatada, con muchos excesos, acabó muriendo antes de cumplir los sesenta. Su infancia no fue muy buena, con pobreza, un padre colérico y maltratador, que acabó vendiendo a la hermana del cineasta como geisha.
Dudé sobre qué película de Mizoguchi meter en esta lista de cien, si esta o las dos que la precedieron. La vida de Oharu, mujer galante (1952) cuenta la terrible historia de una mujer bella a la que pasan muchas desgracias, y que a mí me resulta más feminista que muchas películas que se anuncian con esa etiqueta, como la Jeanne Dielman no-se-qué. Pero creo que resultaría demasiado insoportable el machismo que sufre la pobre Oharu. También pensé en Cuentos de la luna pálida (1953), una especie de cuento de hadas, que en una reconstrucción histórica te mete un elemento fantasmagórico, con personajes muy inquietantes. Me recordó a esas criaturas mágicas que a veces salen en pelis del Studio Ghibli.
Si me decidí por esta es por su enseñanza moral, de un gran tema narrado en un formato de saga familiar. Ninguno de estos dos elementos, el de la moralidad del buen gobernante y el de la lealtad familiar, es excusa para el otro. No, los dos van juntos, tan importante es la compasión por el sufrimiento ajeno como el amor a sus familiares.
Mediados los años cincuenta del siglo pasado, se produjo el descubrimiento del cine japonés en Occidente, a través de festivales como el de Venecia. Mizoguchi ganó el León de Plata a la mejor dirección con este film. No el León de Oro a la mejor película, obtenido por una película perfectamente prescindible.
Podéis leer más en la Wikipedia, Film Affinity, o la Internet Movie Data Base.