Objeto:
altar
Material:
madera, oro, plata, piedras preciosas, esmaltes
Fecha:
h. 835-850
Lugar
actual: basílica de San Ambrosio (Milán)
Época:
Arte carolingio
Autor:
Volvino
La joya más preciosa de la
orfebrería carolingia... y –sorprendentemente– conocemos el nombre del artista
El otro día hablé de un altar lombardo, tallado en mármol. Hoy avanzo un siglo después
para encontrar otro de la misma clase, altar
relicario tipo confessio, que se
llama, porque en la parte posterior tiene el huequecito para acceder a las
reliquias, pero entre uno y otro hay todo un mundo.
Esta es una de las piezas más elaboradas de la orfebrería
carolingia, realizada en madera a la que se adosaron láminas de oro o plata
trabajadas en la técnica repoussé, que creo que en español
sería repujado, labrando a martillo chapas metálicas, de modo que en una de sus
caras resulten figuras de relieve.
Es una especie de caja rutilante de 2,20 metros de largo (y
85 cm de alto), con una placa de oro
en la parte delantera, y de plata parcialmente dorada en los otros tres lados.
Si lo miras desde lejos, como me imagino que ocurriría a la mayor parte de la
gente que entrase en la iglesia, solo verías algo que brilla intensamente en la
oscuridad general. Lo cual de por sí debía epatar bastante, asombrar,
impresionar con el poderío de la iglesia, que es al fin y al cabo la finalidad
de gran parte del arte religioso.
Pero al acercarte te das cuenta de que lo que tienes no es
solo una hoja de oro, sino que está labrada en bajorrelieve; los paneles te cuentan una historia, enmarcada cada
escena con filigranas, con piedras
preciosas incrustadas, gemas y perlas, así como refinados esmaltes. Y por los huecos, se
escribían letras formando tituli o
rótulos que comentan la escena.
Por cierto que son unos esmaltes en cloisonné cuyos colores (azul, verde, blanco), diseño y técnicas
recuerdan a los que se ven en la Corona de Hierro de los lombardos, que comenté
el mes pasado, lo que hace pensar que provienen de la misma época e incluso del mismo taller
que realizó este altar. De ahí que se atribuyan a la restauración que sufrió
esa corona del siglo IX.
Vamos a ver un poco más de cerca esta obra tan
impresionante. Tomemos por ejemplo la parte
delantera, la que está labrada en oro. Hay tres paneles. Los de los lados,
a su vez, se dividen cada uno en seis escenas; están dedicadas a episodios de
la vida de Cristo. Es la pieza más antigua obra de arte que contiene tantos
episodios del Nuevo Testamento. Hasta entonces, lo que solían hacer era relatar
episodios del Antiguo; y si eran del Nuevo, no con tanta profusión.
En el centro, tenemos una
cruz con un óvalo en el centro. Es nuestro viejo amigo el Pantocrátor o Cristo en majestad o entronizado,
y en los brazos de la Cruz, el Tetramorfos,
es decir, los evangelistas simbolizados por águila (de san Juan), buey (San
Lucas), león (San Marcos) y el ángel (San Mateo). En las cuatro esquinas que
dejan libres los brazos de la cruz, están los apóstoles, en grupos de tres.
Vayamos a la parte
trasera. Ahí el tema es San Ambrosio. Nuevamente, tres paneles, con los dos
laterales dedicados a episodios de la vida del santo. Es la primera gran obra
artística que relata la vida de un santo relativamente reciente (tres siglos y
medio anterior) y cuya existencia histórica estaba demostrada. En el centro hay dos puertecillas que dan al
agujero de las reliquias de los santos mártires Gervasio y Protasio, además de Ambrosio.
Esas puertecitas tienen cuatro círculos. En los dos de arriba, sendos
arcángeles, Gabriel y Miguel. Lo sorprendente está en los dos círculos
inferiores.
En uno se ve al comitente, el entonces arzobispo de Milán, Angilberto II, ofreciendo al santo
titular, o sea, a san Ambrosio, un modelo del altar. El santo le corona,
satisfecho. Se nota que Angilberto II es una persona viva porque tiene el halo
cuadrado. Y que fue quien lo encargó resulta de una inscripción que rodean los
tres grandes paneles de la parte trasera.
Pero en el otro círculo ocurre lo nunca visto. El santo, con su altar bien guardadito en el
bracete, corona a otra persona, nada menos que a Volvino, el orfebre que
realizó la obra, según nos cuenta la inscripción que hay en el propio altar:
vvolvini(us) magist(er) phaber
Era algo inusitado. No sólo nos llega el nombre del artista, cuando estamos en
plena Edad Media (mediados del siglo IX, recordemos) y las obras ni se firmaban
ni dejaban huella de quién las había hecho. Es que, además, le ponen al mismo
nivel que la autoridad que encargó la obra, y le corona. Nada menos. Como al arzobispo. Se ve que Volvino de
humilde artesano tenía muy poco.
Por cierto que el nombre
lo he visto escrito de diferentes formas, Volvinus, Vuolvinius,
Volvinius, Wolvinus,… Al final me inclino por la ortografía más
castellanizada.
Esta obra, el altar dorado o Paliotto de Sant’Ambroglio, como ya he dicho, es una de las joyas de orfebrería carolingia.
Estamos en la segunda época del prerrománico europeo, para que nos situemos. Entre
las artes aplicadas carolingias, la orfebrería tiene una importancia capital. Carlomagno
promovió la realización de joyas, relicarios, objetos litúrgicos, miniaturas… No
sólo como objetos de devoción sino como recordatorios de la fe, con una
finalidad didáctica; para esto es muy conveniente que las imágenes preciosas cuenten
una historia con la que se quede el súbdito.
El estilo poco tiene en común con las realizaciones
bárbaras del noroeste de Europa, salvo –quizá– el lujo en las gemas. Todo en
esta obra recuerda a la Antigüedad Tardía, a las realizaciones tardorromanas. Las
viñetas con las diferentes escenas recuerdan un poco a la miniatura.
Hay diferencia notable de estilo entre el panel delantero,
de oro, y los otros tres, lo cual ha hecho que se identifiquen al menos dos
autores diferentes, pero parece claro que se realizó todo en la misma época.
Milán había sido capital del imperio romano desde el año 292. A
finales del siglo IV fue nombrado obispo Ambrosio, prefecto imperial quien,
desde esa cátedra, combatió el arrianismo, pretendió que la iglesia estaba por
encima del poder de los emperadores y logró al final llevar a su terreno al
emperador Teodosio y murió en 397. Teodosio había dividido su imperio entre sus
dos hijos y, durante el período que va desde el año 395 hasta el 402, Milán siguió
siendo la capital del imperio romano de Occidente, cualidad que perdió en favor
de Rávena.
Hoy los católicos consideran a Ambrosio un santo, uno de los
cuatro Padres de la Iglesia Latina y doctor de la iglesia católica.
Fue durante el reinado de Ambrosio como obispo, en 386,
cuando se fundó esta basílica, que como
propio del siglo IV no tenía transepto, sino que era de planta rectangular, con
tres naves. Milán perdió importancia y por allí pasaron hunos, hérulos,
ostrogodos, bizantinos, lombardos (569)… Hasta que Carlomagno conquistó su
reino en 774 y entró en la órbita carolingia.
Entonces se produjo un renacimiento de Milán como metrópoli
arzobispal y adquirió más importancia y prosperidad. La gobernaban los arzobispos, como representantes del
emperador carolingio en el norte de Italia. Uno de esos arzobispos, Angilberto
II, es el que lo mandó construir, según dice la inscripción, y por eso se sabe
que tuvo que confeccionarse entre 824 y 859, pues es lo que duró su reinado.
Para entonces Carlomagno ya había muerto, y le sucedió
primero Ludovico Pío y, después del tratado de Verdún (843) en esta parte del
mundo, Lotario I, a cuya época
posiblemente podamos adscribir la realización de esta impresionante obra.
Angilberto II también se metió a remodelaciones de la basílica de San Ambrosio, que entre lo
que él hizo y modificaciones posteriores que llegaron hasta el siglo XII, acabó
siendo un modelo del románico lombardo.
Así que si hacéis una escapada a Milán, aparte de ver la Pinacoteca de Brera, el Duomo y la galería Víctor Manuel II,
no dejéis de pasaros por esta basílica, uno de los edificios más antiguos de la
ciudad.
Como
siempre, salvo otra indicación, las imágenes proceden de Wikimedia Commons.
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