domingo, 5 de noviembre de 2017

#8 Ivanhoe



Ivanhoe
Autor: Walter Scott
Año: 1820
Género: Novela
Edad: juvenil


Una heroína inolvidable en una histórica de las de aquella época.


Ivanhoe es una de esas novelas infanto-juveniles que también podría haber incluido entre las 100 obras maestras de la literatura universal.

Estamos ante una novela histórica del Romanticismo, con lo bueno y lo malo que de ello nace.

Wilfred de Ivanhoe, hijo de un noble sajón que incurrió en la ira de su padre al irse a las cruzadas con el rey Ricardo, regresa de incógnito, como hará también el rey. Ivanhoe está enamorado de Lady Rowena, de sangre real sajona, por lo que está fuera de su alcance, por mucho que se quieran, porque el tutor de ella (el padre de Ivanhoe) quiere casarla con otro retoño de los reyes sajones, Athelstane.

Por su parte, el príncipe Juan está tramando con algunos nobles normandos hacerse con el poder en ausencia de Ricardo.

En mi ejemplar, de la editorial Anaya (mi favorita en temas infanto-juveniles) se define muy bien la esencia del argumento en el apéndice firmado por M.ª del Mar Hernández:
 [Ivanhoe] se pasa la mitad de la novela encerrado tras la armadura, y la otra mitad herido e inútil para actuar. [...] Nuestra heroína no ha sido otra que la judía Rebecca, quien posee, junto con su padre, uno de los perfiles mejor definidos de la obra. Sin duda, Rebecca encarna el corazón de esta novela,además de llevar en sí toda la carga moral que encierra su historia. Ella es la que en el espíritu de los lectores debía haber ganado el amor de Ivanhoe, mucho más merecido, por su simpatía y su bondad, que Rowena.

Porque sí, por mucho que os haya hablado del rey Ricardo y de Ivanhoe y de Rowena, que si sajones y normandos, aquí la estrella es una joven judía.

Lo magnífico de la historia perdura, precisamente por ese personaje femenino inmenso, la inteligente, digna y hermosa Rebecca, que no se humilla, bondadosa pero firme. Frente a la pasiva Rowena (la heroína más sosa de la historia de la Literatura), Rebecca tiene intervención en la trama, piensa por si misma, actúa, se resiste heroicamente,... Nos seduce a todos desde su sólida dignidad. Si no se lleva al chico es porque eso en tiempos de Walter Scott era impensable.

Leí esta novela hace años y la he releído con placer. Lo que me impulsó a seguir leyendo fue, sobre todo, la peripecia de Rebecca. Pero la historia tiene otros atractivos, con ese ir y venir de caballeros, sus justas, el asedio a un castillo, los proscritos de Robin Hood, ... Sin olvidar a esa figura magnífica, torturada del templario Brian de Bois-Guilbert, obsesionado con Rebecca, y que es capaz de arriesgarlo casi todo por ello.

Claro, también pululan como serpientes los políticos cobardes que se arriman al sol que más calienta y cuando las cosas se tuercen un poco, se ocultan como diciendo yo no hice nada, sólo pasaba por aquí y mira tú qué malote el rey Juan.

Oh, sí, la hipocresía de siempre.

Pero es que, encima, quien trama maldades es el príncipe Juan y, sin embargo, cuando le desmontan el chiringuito, él se va de rositas y a los que entrullan es a quienes lo siguieron. ¡Qué típico y cuántas veces lo hemos visto de verdad a lo largo de la historia...!

De las adaptaciones audiovisuales de la historia, recuerdo sobre todo a determinados actores. Inolvidable la Rebecca de una juvenil Elizabeth Taylor en la película de 1952...
 
O sea, de veras, ¿quien se iba a fijar en Joan Fontaine?
Y claro, el templario torturado de la serie televisiva de los ochenta, el neozelandés Sam Neill, que lo encarga románticamente como un héroe que ama a Rebecca con desesperación, ¡ay!

Ay, Sam, ¿pero qué os dan Down Under para que salgáis así?
Walter Scott era conocido por sus novelas ambientadas en Escocia, y con esta obra se atrevió a dar un giro, ambientándola en el siglo XII inglés. Hay que entender que es histórica tal como se veía en el romanticismo, o sea, con algún que otro anacronismo (como hablar de vino de Canarias, o poner franciscanos y carmelitas descalzos), y sobre todo con ese nacionalismo que no tenía el menor sentido en la Edad Media.

El nacionalismo es una ideología decimonónica, un constructo útil cuando acabó el Antiguo Régimen y el poder ya ni era del monarca ni se podía legitimar por la gracia de Dios. Así que tuvieron que inventarse que había una cosa llamada nación que era la que otorgaba legitimidad a las élites de determinados territorios. Esta ideología sirvió de motivación, junto al racismo, para la expansión colonialista europea, para unificar Alemania e Italia y, sobre todo, para descuajeringar el Imperio otomano y el austro-húngaro.

No era así como se pensaba en la Edad Media. El poder venía de Dios a favor de una u otra dinastía. Por eso los reyes y los nobles unían o dividían territorios al hilo de sus casorios o herencias. Contarnos una historieta de de sajones y normandos como ingleses frente a franceses es totalmente anacrónico. No era esa la mentalidad medieval pero sí, y en ese sentido la novela es muy ilustrativa, como se veía en el siglo XIX.

La cultura (la literatura, la pintura, la música) se usó como instrumento para construir esa identidad nacional y lograr adhesión social a la nueva ideología. De ahí que tantos se obsesionaran por buscar figuras patrióticas en olvidados cronicones medievales o incluso anteriores, en busca de caudillos o ejemplos inspiradores como Boudica, Arminio o Juana de Arco. Poco importa que los personajes históricos detrás de tales nombres nada tengan que ver con la imagen mítica creada por el nacionalismo.

Lo triste es que, después de que esta ideología perversa haya costado a los europeos dos grandes guerras y unas cuantas pequeñitas, siga inspirando a los grupúsculos extremistas. Nadie aprende de la historia, por mucho que Cicerón se empeñara en ello.

Así que con todas esas prevenciones, sabiendo que leer una cosa que es más novela que historia, lánzate a disfrutar como un enano de las idas y venidas de Ivanhoe y la leal Rebecca. No te arrepentirás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario