Ivanhoe
Autor: Walter Scott
Año: 1820
Género: Novela
Edad: juvenil
Una heroína inolvidable en una histórica de las de
aquella época.
Ivanhoe es una de esas novelas infanto-juveniles que también
podría haber incluido entre las 100 obras maestras de la literatura universal.
Estamos ante una novela histórica del Romanticismo, con
lo bueno y lo malo que de ello nace.
Wilfred de Ivanhoe,
hijo de un noble sajón que incurrió en la ira de su padre al irse a las
cruzadas con el rey Ricardo, regresa de incógnito, como hará también el rey. Ivanhoe
está enamorado de Lady Rowena, de sangre real sajona, por lo que está fuera de
su alcance, por mucho que se quieran, porque el tutor de ella (el padre de
Ivanhoe) quiere casarla con otro retoño de los reyes sajones, Athelstane.
Por su parte, el
príncipe Juan está tramando con algunos nobles normandos hacerse con el poder
en ausencia de Ricardo.
En mi ejemplar, de
la editorial Anaya (mi favorita en temas infanto-juveniles) se define muy bien
la esencia del argumento en el apéndice firmado por M.ª del Mar Hernández:
[Ivanhoe] se pasa la mitad de la novela encerrado
tras la armadura, y la otra mitad herido e inútil para actuar. [...] Nuestra
heroína no ha sido otra que la judía Rebecca, quien posee, junto con su padre,
uno de los perfiles mejor definidos de la obra. Sin duda, Rebecca encarna el
corazón de esta novela,además de llevar en sí toda la carga moral que encierra su
historia. Ella es la que en el espíritu de los lectores debía haber ganado el
amor de Ivanhoe, mucho más merecido, por su simpatía y su bondad, que Rowena.
Porque sí, por
mucho que os haya hablado del rey Ricardo y de Ivanhoe y de Rowena, que si
sajones y normandos, aquí la estrella es una joven judía.
Lo magnífico de la
historia perdura, precisamente por ese personaje femenino inmenso, la
inteligente, digna y hermosa Rebecca, que no se humilla, bondadosa pero firme.
Frente a la pasiva Rowena (la heroína más sosa de la historia de la Literatura),
Rebecca tiene intervención en la trama, piensa por si misma, actúa, se resiste
heroicamente,... Nos seduce a todos desde su sólida dignidad. Si no se lleva al
chico es porque eso en tiempos de Walter Scott era impensable.
Leí esta novela
hace años y la he releído con placer. Lo que me impulsó a seguir leyendo fue,
sobre todo, la peripecia de Rebecca. Pero la historia tiene otros atractivos, con
ese ir y venir de caballeros, sus justas, el asedio a un castillo, los
proscritos de Robin Hood, ... Sin olvidar a esa figura magnífica, torturada del
templario Brian de Bois-Guilbert, obsesionado con Rebecca, y que es capaz de
arriesgarlo casi todo por ello.
Claro, también
pululan como serpientes los políticos cobardes que se arriman al sol que más
calienta y cuando las cosas se tuercen un poco, se ocultan como diciendo yo no
hice nada, sólo pasaba por aquí y mira tú qué malote el rey Juan.
Oh, sí, la hipocresía
de siempre.
Pero es que,
encima, quien trama maldades es el príncipe Juan y, sin embargo, cuando le
desmontan el chiringuito, él se va de rositas y a los que entrullan es a
quienes lo siguieron. ¡Qué típico y cuántas veces lo hemos visto de verdad a lo
largo de la historia...!
De las adaptaciones
audiovisuales de la historia, recuerdo sobre todo a determinados actores.
Inolvidable la Rebecca de una juvenil Elizabeth
Taylor en la película de 1952...
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O sea, de veras, ¿quien se iba a fijar en Joan Fontaine? |
Y claro, el templario torturado de la serie televisiva de los ochenta, el neozelandés Sam Neill, que lo encarga románticamente como un héroe que ama a Rebecca con desesperación, ¡ay!
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Ay, Sam, ¿pero qué os dan Down Under para que salgáis así? |
Walter Scott era
conocido por sus novelas ambientadas en Escocia, y con esta obra se atrevió a
dar un giro, ambientándola en el siglo XII inglés. Hay que entender que es
histórica tal como se veía en el romanticismo, o sea, con algún que otro
anacronismo (como hablar de vino de Canarias, o poner franciscanos y carmelitas
descalzos), y sobre todo con ese nacionalismo que no tenía el menor sentido en
la Edad Media.
El nacionalismo es
una ideología decimonónica, un constructo útil cuando acabó el Antiguo
Régimen y el poder ya ni era del monarca ni se podía legitimar por la gracia de Dios. Así que tuvieron que
inventarse que había una cosa llamada nación que era la que otorgaba legitimidad a las élites de
determinados territorios. Esta ideología sirvió de motivación,
junto al racismo, para la expansión colonialista europea, para unificar
Alemania e Italia y, sobre todo, para descuajeringar el Imperio otomano y el
austro-húngaro.
No era así como se
pensaba en la Edad Media. El poder venía de Dios a favor de una u otra
dinastía. Por eso los reyes y los nobles unían o dividían territorios al hilo
de sus casorios o herencias. Contarnos una historieta de de sajones y normandos como ingleses
frente a franceses es totalmente
anacrónico. No era esa la mentalidad medieval pero sí, y en ese sentido la
novela es muy ilustrativa, como se veía en el siglo XIX.
La cultura (la literatura, la pintura, la música) se usó como instrumento para construir
esa identidad nacional y lograr adhesión social a la nueva ideología. De ahí que
tantos se obsesionaran por buscar figuras patrióticas en olvidados cronicones
medievales o incluso anteriores, en busca de caudillos o ejemplos inspiradores
como Boudica, Arminio o Juana de Arco. Poco importa que los personajes históricos detrás
de tales nombres nada tengan que ver con la imagen mítica creada por el nacionalismo.
Lo triste es que,
después de que esta ideología perversa haya costado a los europeos dos grandes guerras
y unas cuantas pequeñitas, siga inspirando a los grupúsculos extremistas. Nadie
aprende de la historia, por mucho que Cicerón se empeñara en ello.
Así que con todas
esas prevenciones, sabiendo que leer una cosa que es más novela que historia,
lánzate a disfrutar como un enano de las idas y venidas de Ivanhoe y la leal
Rebecca. No te arrepentirás.