Radetzkymarsch
Autor: Joseph Roth
Año: 1932
Género: novela
Simplemente, una de mis novelas favoritas
Siempre me ha
dejado un poco perpleja que algunos de mis escritores favoritos sean meras
notas a pie de página, o simplemente, no se mencionen, por los académicos
españoles.
Me pasa con Hardy,
Fielding, Böll... y Joseph Roth, a quien ni mencionan por ejemplo en la Historia de la Literatura Universal de Riquer
y Valverde.
Y, sin embargo,
Roth tiene algo que a mí me llega particularmente. Ya hablé de él en este mismo blog, con motivo del 80 aniversario de su muerte.
Se considera La marcha de Radetzky su
obra maestra. Hay otras excelentes,
como Job, novela que Marlene Dietrich
comentó que era su favorita, o La leyenda
del santo bebedor, que dio lugar a una magnífica película protagonizada por
el inmenso Rutger Hauer, dirigida por Ermanno Olmi y ambientada en París, ¿hay algo más europeo que esto?
Así que dudé un
poco sobre cuál de sus libros meter en esta lista de obras de la literatura
universal. Pero al final me decidí por esta que creo que es su novela más
lograda. Es de las más extensas, y redonda tanto en el fondo como en la forma.
Cuenta la
historia de tres generaciones de miembros de la familia Trotta: el teniente José Trotta, soldado de
infantería esloveno le salva la vida a un joven Francisco José I en la batalla
de Solferino; su hijo Francisco, barón de Trotta y Sipolje, que se convierte en un alto funcionario y, sobre todo al hijo de éste, quien protagoniza la mayor parte del libro, Carlos José, formado en un ambiente militar desde crío, que se convertirá primero en un ulano (cuerpo de
caballería) para pasar después a ser un jäger, cazador (infantería ligera) en un puesto fronterizo del imperio. Aparecerá por allí Kapturak, un personaje de ese ambiente tan turbio y confuso, que hemos visto en otras obras de Roth cuando necesita a alguien que comercia con todo aquello por lo que se pague.
Al hilo de la vida
de estos tres personajes, revives el imperio austrohúngaro desde el año 1859 en
la segunda guerra de independencia italiana hasta el año 1916, con la muerte
del emperador en mitad de la Primera Guerra Mundial.
Cada capítulo es como un cuento autoconclusivo, en torno
a algún episodio de la vida de estos distintos miembros de la familia Trotta.
Esto me ha hecho particularmente amena la lectura. No hay por así decirlo cliffhangers al final de cada capítulo,
sino que te vas avanzando como a trompicones.
Su estilo es
realista, a veces expresionista, con metáforas algo sorprendentes, pero muy en
línea a lo que es una novela tradicional, de las de toda la vida, sin
experimentos raros. Joseph Roth es uno de esos escritores que tiene algo que
contar y eso es lo importante.
Hago un aparte. Me encanta esa
expresión, «tener una historia que contar». Es una expresión publicada, al parecer, en el suplemento Babelia, El País, en referencia a otro autor: «No todos los escritores tienen una historia que
contar. Andrea Camilleri sí.» Desde entonces, he comprendido que, en realidad,
puedes clasificar a todos los escritores a partir de este criterio: los que
tienen una historia que contar, y los otros, los que solo quieren escribir un libro.
Joseph Roth es de
esos, de los que tienen historias que contar, todo un mundo que revivir ante nosotros, y lo hace de
esta manera.
Su mundo es el
imperio austrohúngaro, ¿hay algo que pueda sonar más viejuno que eso, más Belle Époque, más decadente que la Viena
finisecular, que al mismo tiempo estuviera con un arte y una vida intelectual
bien viva y rica?
Comprendo perfectamente
a Joseph Roth en su inútil nostalgia por un mundo que suena tan caduco, con
toda aquella diversidad integrada en una única organización política bajo la
benévola mirada de un emperador viejo, con todo el peso de la historia habsburgo
sobre sus espaldas.
Y es que Francisco
José I es un protagonista más. Lo vemos primero como un joven que se pasea de
manera inconsciente por la vanguardia del ejército. Luego va envejeciendo, siempre
con una mano, más o menos benévola, que influye en la vida de los Trotta.
El emperador era un hombre viejo. Era el emperador más
anciano de la tierra. A su alrededor rondaba la muerte, segando, cercenando
vidas. Vacío se hallaba el campo y sólo el emperador, como una espiga plateada,
se erguía olvidado y esperaba.
Acaba finalmente solo, más símbolo que persona, un fantasma más de esa carnicería que fue la primera guerra
mundial. Los Trotta no podían sobrevivir al
emperador. De hecho, ni el último Trotta ni el emperador podrían sobrevivir a Austria, aquella que
quedó, disminuido, troceada, con los despojos que se repartieron los caciques.
Desde hace bastantes
meses estoy releyendo la bibliografía de mis dos autores favoritos: Böll y
Roth. Tocaba releer esta novela por... no sé, ¿tercera, cuarta vez?... Y aun
así consiguió ponerme un nudo en la garganta sobre todo por la figura trágica
del teniente Carlos José de Trotta, con sus gozos y sus desgracias, las pocas personas con las que intima y desaparecen, ese amor y respeto entre padre e
hijo tan contenido, y sin embargo tan profundo. Acabará luchando en la primera
guerra mundial, cumplidor con sus compatriotas, con valentía y un poco sin
sentido.
Esta obra tuvo un enorme éxito cuando se publicó allá por 1932. Al año siguiente, ya estaba traducida al inglés, con idéntica recepción. A lo largo de los años, se fue leyendo traduciendo y leyendo por toda Europa. Leo en la wikipedia –donde tiene esta página–, que el crítico alemán Reich-Ranicki la incluye en su canon de las mejores novelas en alemán, y que Vargas Llosa aludió a ella como la mejor novela política que se ha escrito. Recuerdo que hace años, Pérez-Reverte hizo su lista de los cien libros que consideraba imprescindibles, fueron dos artículos en El semanal, e incluyó precisamente esta novela.
Así que, pese a que Joseph Roth ni siquiera sea mencionado por Riquer y Valverde, no soy la única que lo aprecia. Somos muchos quienes disfrutamos de su obra. Para mí, es uno de esos autores genuinamente europeos que seduce a quienes nos hemos educado en esta cultura tan diversa.
Lo reconozco, es una de mis
novelas favoritas. Mi sentimiento al terminarla es agridulce, no es exactamente
tristeza, ni nostalgia, sino un placer tranquilo unido a cierta desolación, por
la manera en que la vida al final, pese a las buenas intenciones, puede acabar
siendo dolorosa y un poco sin sentido.
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